Hace unos dÃas me encontré este texto que escribà hace dos años. Estaba pensando en disfraces para Halloween y al releerlo pensé en que era muy propio. Hay personas que llevan el disfraz todo el año.
Como todos los dÃas, llegué temprano al colegio. Dependo del autobús y la combinación para recoger a mi hijo es nefasta. Aunque era enero, el tiempo no era malo. En Alicante raramente lo es. Estuve sentada en un banco de piedra durante 25 minutos mirando el teléfono y observando a los demás padres llegar.
Por detrás de mà llegó una madre: abrigo rojo de paño con corte de capa, botas negras de ante por encima de la rodilla (tacón de aguja, por supuesto), boina negra y bolso de marca con asas cortas para llevar colgado del codo. "¡Qué estilo!" pensé.
En ese momento, sentà envidia. Miré mis zapatillas viejas y desgastadas, pantalones descoloridos, chaqueta acolchada carente de gracia... Desde la distancia, el césped del vecino siempre parece más verde.
Ella iba hablando por teléfono. Al principio estaba un poco lejos, asà que sólo la veÃa gesticular. MovÃa mucho la mano que tenÃa libre y, según se acercaba, empecé a oÃr lo que decÃa: "...va a pagar todo lo que concierna a su hija. Siempre pasando de ella, igual que de sus otros hijos... voy a sacarle todo lo que pueda...".
Y allà sentada, con el culo congelado, aquella madre aparentemente perfecta me dio pena. SÃ, tenÃa mejor aspecto que yo. SÃ, estaba más delgada. SÃ, venÃa de la peluquerÃa. Y sÃ, llevaba puesto encima mucho más dinero del que yo tenÃa en mi cuenta corriente. Pero me dio pena ver que, a pesar de todo ese disfraz, era una mujer infeliz, peleando por los derechos de su hija. Esa fachada de perfección escondÃa horas de soledad y amargura. Quién sabe, quizá también la vida de una caza fortunas.
Se alejó caminando y vociferando a su teléfono y dejé de oÃrla. También de verla, pues se confundió entre la multitud que esperaba la hora de la salida.
El Abrigo Rojo
Como todos los dÃas, llegué temprano al colegio. Dependo del autobús y la combinación para recoger a mi hijo es nefasta. Aunque era enero, el tiempo no era malo. En Alicante raramente lo es. Estuve sentada en un banco de piedra durante 25 minutos mirando el teléfono y observando a los demás padres llegar.

En ese momento, sentà envidia. Miré mis zapatillas viejas y desgastadas, pantalones descoloridos, chaqueta acolchada carente de gracia... Desde la distancia, el césped del vecino siempre parece más verde.
Ella iba hablando por teléfono. Al principio estaba un poco lejos, asà que sólo la veÃa gesticular. MovÃa mucho la mano que tenÃa libre y, según se acercaba, empecé a oÃr lo que decÃa: "...va a pagar todo lo que concierna a su hija. Siempre pasando de ella, igual que de sus otros hijos... voy a sacarle todo lo que pueda...".
Y allà sentada, con el culo congelado, aquella madre aparentemente perfecta me dio pena. SÃ, tenÃa mejor aspecto que yo. SÃ, estaba más delgada. SÃ, venÃa de la peluquerÃa. Y sÃ, llevaba puesto encima mucho más dinero del que yo tenÃa en mi cuenta corriente. Pero me dio pena ver que, a pesar de todo ese disfraz, era una mujer infeliz, peleando por los derechos de su hija. Esa fachada de perfección escondÃa horas de soledad y amargura. Quién sabe, quizá también la vida de una caza fortunas.
Se alejó caminando y vociferando a su teléfono y dejé de oÃrla. También de verla, pues se confundió entre la multitud que esperaba la hora de la salida.